UNA ROSA PARA STEFAN GEORGE
No es la paciencia de la sangre la que llega a morir,
ni el sueño ni el mármol de Delfos, sino el polvo
que se calienta entre las uñas.
Qué importa morir, que se borren las paredes como
un río seco;
que no quede una flor en la calle con su borde de
luto en la frente,
ni el viento sobre las piedras podridas.
Qué haces allí, tronchado sin humedad,
con tu dicha sin aliento, con tu madre tendida a los
pies.
Con tu espuma llena de ceniza. Desdeñoso.
Ya vendrán los hombres con el ruido, con los gestos;
pero el odio seguirá intacto.
Todos te habrán estrechado la mano alguna vez,
y tú habrás bebido la cicuta en la soledad,
con un vaso de leche.
Adiós país de nieve, de ventisca agria, sin gente que diga mal
de ti. Eterno. Desnudo.
La sangre metida en su canal de hielo
-fuego sin aire- Jordán perdido. Si el tiempo tuviera
sentido
como el sol y la luna presos;
si fuera útil vivir,
si fuera necesario,
qué hermoso espanto: tengo la voluntad avergonzada.
Yo soy menos feliz que tú. Me quedo combatiendo sin
honor,
con tu haz de ramas en las manos.
Duerme. Dormir para siempre es bueno, junto al
mar;
los ríos secos debajo de la tierra con su rosa de san-
gre muerta.
Duerme, lujo triste, en tu desierto solo.
¡Esta palabra inútil!