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Por Aldo Parfeniuk – Córdoba-
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“…De nadie sé que haya alcanzado a nominar
las cosas desde el impulso mismo que las crea.
¿Cómo sabe del silencio de la noche, de ese
instante atemporal de absoluta quietud, en que
el mundo se frena y ni respira? ¿Cómo es que se
le impone a los sentidos la más insignificante
cosa, hasta el pequeño inadvertido, doméstico
suceso del hombre, cualquier hombre?…”
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María (“Negra”) Saleme de Burnichon
(contratapa de El verde vuelve, Córdoba, 1970)
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“Qué lindo para el verano
cuando principia a llover
todos los árboles viejos
vuelven a reverdecer”
Bajo los veloces y cambiantes cielos sudamericanos (como estos de aquí y ahora sobre su Córdoba amiga), el hombre alzaba su voz maravillada y lo nombraba. Era el verano.
Con punto de partida y arribo en Salta, durante largos años lo persiguió. Lo presintió nacer; lo vio erguirse y hermosamente morir en los cerros; y en la selva; y en el monte. Y en la puna alta y lisa. Hasta que su barba andariega y parlante hizo, contra el tiempo, otro verano. Un verano sin fin, en la poesía.
Desde ahí le pedía:
“(….) Dame tu aliento animal. Tu viejo semen quieto
/ y poderoso.
Tu derroche vital sobre las flores carnosas y
/ esplendentes,
tu barba de enredaderas trepadoras,
tu arrugada dulzura blanca en las chirimoyas
y los perfumes donde te apoyas levemente
como si recordaras despedidas antiguas.”
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Desde entonces -desde los libros del poeta Manuel J. Castilla-; desde esos poemas tramados con el excesivo tamaño y el énfasis de un paisaje continental desmedido en voces y silencios, ese verano ya es nuestro. Ya es de todos. Siempre.
El le llamaba “Padre Verano”:
“(…) Y me vienen los pájaros y el helecho y el viento,
todo lo que te nombra y te trasciende
y muere sin embargo, para volver de nuevo a
/ festejarte.
Padre verano.
Dame lo que en tu pulso me hace llorar a veces
/ de alegría.
Eso que yo no sé de dónde viene hasta mi corazón
/ como una fábula
y me deja las manos llenas de un fresco asombro”
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Juntador de los jugos y los frutos, y de los tantos colores y sombras que uno mira crecer en su desbordante herbolario.
El verano. Apareador de bichos y de fieras, fundador de hermandades -poemas y vinos mediante- : esa extensa nómina de amigos sin cuyos nombres el nombre de Manuel suena tan distinto. Y dueño y señor de ese otro rito, tan bello y bárbaro, todavía, en su irrupción latinoamericana. El carnaval: la mágica fisura en el tiempo que da a un sin-tiempo donde el hombre se reencuentra planta, y flor, y animal, y música, y grito suelto… Y muerte también; pero muerte que se hace vida. Para volver a morir, y renacer otra vez, “justito al año cabal”
“Cuando muera el carnaval
no vaya que se despierte
chupando alguna algarroba
en la boca de la muerte”
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según la copla que el poeta pone en la boca de un hombre del Chaco en De solo estar (1957).
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